Por El País
Jurado popular en España |
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En España, 3.971 personas formaron parte de un jurado el año pasado. Cobraron dietas de 67 euros diarios, comieron y cenaron (según la duración de las vistas) por cuenta del Estado, que les abonó también los desplazamientos y las noches de hotel necesarias mientras deliberaban.
Los juicios con jurado siguen siendo una minoría. En 2012 hubo 361 entre cientos de miles de procesos. Y desde que entró en vigor la Ley del Jurado, aprobada en mayo de 1995, se calcula (no hay datos exactos) que habrá habido unos 5.000, con 55.000 ciudadanos implicados en esta rueda apasionante, compleja, a veces temible, de la justicia.
Españoles de a pie han juzgado asesinatos, homicidios, delitos de coacciones, allanamiento de morada, cohecho, malversación de caudales públicos, infidelidad en la custodia de documentos o incendios. En 2011, uno de los veredictos más polémicos fue el que emitieron nueve valencianos que absolvieron al ex-presidente de su comunidad Francisco Camps de un delito de cohecho.
Algo así no se repetirá cuando se apruebe, después del verano, el nuevo Código Procesal Penal, porque limita el juicio con jurado a asesinatos y homicidios consumados. Muchos defensores del tribunal popular ven en esta revisión una pequeña derrota. Un paso atrás. Otros la encuentran razonable. “La gente se lía mucho con los conceptos jurídicos como cohecho, o el allanamiento de morada”, dice una agente que lleva tres años en la oficina del jurado de la Audiencia de Madrid.
Las deliberaciones son un momento crucial donde a veces surgen fricciones entre los jurados. Por eso hay quien considera que habría que mejorar “el proceso de selección”, como dice Raquel (nombre supuesto), una mujer que ha pasado hace poco por el trance de juzgar a un presunto asesino. “Habría que evaluar las capacidades de comprensión, razonamiento lógico, de memoria, de quien va a integrar un tribunal del jurado”, dice. Y es que a Raquel le resultaron especialmente complicadas las deliberaciones para alcanzar un veredicto. “Obtener un resultado que satisfaga a todos, y del que todos y cada uno de los miembros del jurado son responsables individualmente, para mí ha sido muy complicado y duro, especialmente por las consecuencias de las decisiones que un jurado debe adoptar”.
La magistrada Ana Ferrer, presidenta de la Audiencia Provincial de Madrid, piensa: “La función esencial del jurado es acercar la justicia al ciudadano. Si me preguntas si se ha conseguido, pues probablemente no”, reconoce Ferrer, sentada en su despacho con espléndidas vistas sobre el monte de El Pardo.
Según esta magistrada, el gran problema es que con el jurado se trata de implantar un sistema distinto al de nuestra tradición jurídica, basada en la motivación. Por eso carece de arraigo. Y la gente lo ve como un engorro. ¿Por qué tan poco entusiasmo hacia un cometido con abundante literatura fílmica? “Es una tarea incómoda, como cuando te toca formar parte de una mesa electoral”, concede Ferrer. Ningún parecido con ese gran clásico del cine, “Doce hombres sin piedad”.
Hacer justicia impresiona. Especialmente a un tribunal no profesional, sin la coraza que proporciona la rutina. Por eso, “en los juicios con jurado la estrategia de la defensa es totalmente distinta”, reconoce Eduardo Ruiz de Erenchun, miembro de un prestigioso bufete de Pamplona. Todo es mucho más didáctico. Y los interrogatorios, largos y procelosos. Por eso los juicios con jurado salen caros, en horas y en dinero.
Ruiz de Erenchun tiene fama de ser persuasivo con los jurados. Lo demostró con su defensa de Diego Yllanes, que se sentó en el banquillo como autor confeso de la muerte por estrangulamiento de Nagore Laffage, una estudiante de enfermería de 20 años, ocurrida el día de San Fermín de 2008, en Pamplona. El fiscal y las acusaciones particulares llegaron al juicio, celebrado en noviembre de 2009 en Pamplona, con lo que parecían abundantes pruebas de un crimen perpetrado con el agravante de alevosía. Y sin embargo, el jurado no consideró probado que la víctima pasara varias horas sometida a la brutalidad de su verdugo, ni que Nagore, de 20 años, se encontrara completamente indefensa ante Diego, de 27 años y experto en artes marciales, que la estranguló tras propinarle 28 golpes causantes de hematomas, algunos de ellos con derrames internos. Ruiz de Erenchun construyó su defensa con las dos herramientas clave que, según él, tiene que manejar un abogado defensor en estos casos. Se esforzó por establecer “una corriente de empatía entre el acusado y el jurado”, y recordó machaconamente al tribunal popular “la gravedad de condenar sin la convicción total”.
Luis Rodríguez, abogado y catedrático de Derecho Penal, miembro del comité de expertos que ha asesorado al Ministerio de Justicia para el nuevo Código Procesal Penal, cree simplemente que “los jurados son más fáciles de engañar que un tribunal profesional”. Rodríguez dice hablar por experiencia. Como abogado de la acusación privada en el juicio por el asesinato del joven de 18 años Álvaro Ussía en la discoteca madrileña El Balcón de Rosales, en 2009, convenció al jurado de que además del portero que golpeó mortalmente a Ussía, otros dos compañeros suyos habían actuado como cómplices. La sentencia fue corregida en instancias superiores. Rodríguez no aprecia la institución del jurado. La considera desastrosa para impartir justicia.
“Hay veredictos fallidos”. Como la escandalosa absolución en 1997 de Mikel Otegi, miembro de Jarrai, por el asesinato de dos ertzainas (el jurado apreció en el acusado una demencia transitoria). El jurado que condenó a Dolores Vázquez por el homicidio de Rocío Wanninkhof, en 2001, lo hizo basándose en un juicio mediático paralelo que la había condenado ya, antes de sentarse en el banquillo. Vázquez quedó en libertad, tras 17 meses de cárcel, cuando gracias al ADN se encontró al verdadero culpable.
El jurado del que formó parte Natividad Lorente, en 1996, no suscitó otro interés que el de ser uno de los tres primeros que se constituía en España, tras el largo paréntesis de la dictadura y los años de la transición. “Cuando me llegó la citación para presentarme en la Audiencia de Palencia, me puse muy nerviosa. No sabíamos cómo iba a ser eso. Pasé noches sin dormir”, recuerda ahora esta enfermera de 55 años, madre de dos hijos.
El caso que tuvo que juzgar Raquel no era mediático, pero sí grave. Un asesinato. Ella, una mujer formada y madura, lo vivió con enorme intensidad. “Tenía mucho interés en participar en un jurado popular, incluso lo hubiera hecho sin compensación económica”, dice. La experiencia, con ser buena, ha cambiado su opinión sobre la justicia, para peor.
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Jueces sin toga
Por Lola Galán
El País
22 de septiembre de 2013